Ah, queridas madres, hoy quiero compartir con ustedes la hilarante historia de cómo conocí al hombre que se convertiría en el padre de mis hijos, mi cómplice en la vida y el responsable de que ahora tenga que esconder las galletas en lo más alto de la despensa.
Era una noche de verano, y yo, una joven soñadora y romántica, había decidido ir a la fiesta del pueblo. No esperaba más que bailar un poco, reír con mis amigas y quizás, si el universo estaba de mi lado, comerme un churro sin mancharme la blusa (que en esos tiempos era una proeza). Pero el destino tenía otros planes.
Mientras me dirigía a la pista de baile, con mi mejor vestido y mi peor peinado (gracias, humedad), lo vi: un chico con una chaqueta de cuero y una sonrisa que podía derretir el helado más duro. Decidí que debía acercarme y, como buena estratega de la vida, tropecé con mis propios pies y caí justo delante de él. ¡Qué entrada triunfal!
Él, con la elegancia de un caballero y el disimulo de un elefante en una cristalería, me ayudó a levantarme. Y ahí estaba yo, con el rostro más rojo que un tomate y riéndome nerviosamente. «Hola, me llamo Clara», dije, aunque probablemente sonó más como un graznido de ganso. «Yo soy Carlos», respondió él, sin dejar de sonreír.
Nuestra conversación inicial fue todo menos fluida. Hablamos del clima (sí, en serio), de nuestros trabajos y, por alguna razón que aún no comprendo, de nuestras comidas favoritas. «¿Te gustan los churros?» preguntó, y en ese momento supe que había encontrado a mi alma gemela. Lo siguiente que recuerdo es estar compartiendo un churro mientras intentaba no parecer demasiado ansiosa por comerme su parte.
La noche continuó y, contra todo pronóstico, bailamos. Bueno, más bien intentamos. Él pisó mis pies unas tres veces y yo, en un intento de girar graciosamente, me enredé en mis propios brazos y casi le doy un codazo en la cara. Pero nos reímos, y mucho. Y entre risas, churros y tropezones, algo mágico sucedió.
Después de esa noche, tuvimos muchas citas que parecían sacadas de una comedia romántica de bajo presupuesto: el picnic donde olvidamos la manta, la cena donde el camarero volcó la sopa en su camisa, y la vez que intentamos montar en bicicleta juntos y terminamos enredados en un arbusto. Pero cada pequeño desastre solo nos unió más.
Así fue como conocí a mi marido, el hombre que todavía no sabe dónde guardo las galletas y que sigue pisándome los pies cuando intentamos bailar. Y aunque nuestra vida está llena de caos y pequeños desastres, no la cambiaría por nada del mundo.
Queridas madres, espero que esta historia les haya sacado una sonrisa y les recuerde que, a veces, las mejores cosas de la vida empiezan con un tropiezo (o dos). ¡Brindemos por los churros, las risas y esos momentos imperfectos que hacen perfecta la vida!