Una tarde de verano, la madre estaba en la cocina, batallando con una fuga en el fregadero. Después de varios intentos fallidos de arreglarla, suspiró y pensó en llamar a un profesional. Justo en ese momento, el hijo mediano llegó a casa tras un largo día en el colegio.
— ¡Ah, qué bien! —exclamó la madre al verlo entrar—. Justo a tiempo, joven. Necesito que arregle esta fuga.
El hijo, con una mezcla de resignación y humor, respondió: — ¡Jopeeee, mamá! Soy yo, tu hijo, no el fontanero.
La madre, sin inmutarse, le dijo: — ¡Ay, qué cosas dices, muchacho! Ponte a trabajar y deja de bromear.
Acostumbrado a estas confusiones, el hijo agarró las herramientas a regañadientes y comenzó a trabajar en la tubería. Después de un rato, logró arreglar la fuga. La madre, satisfecha, le dio las gracias de una manera muy peculiar.
— Muchas gracias, joven. Aquí tiene una propina por su buen trabajo —dijo, extendiéndole un billete de 10 euros.
El hijo, riéndose, replicó: — ¡Jopeee, mamá! No necesito una propina. Soy tu hijo, no el fontanero, pero si te empeñas podrías darme algo más.
Pero la madre insistió tanto que él decidió aceptar el dinero para no discutir más. Aquella noche, durante la cena, la familia no pudo evitar reírse de la situación. El mayor y el menor se burlaban cariñosamente del mediano, mientras él narraba la anécdota con detalle.
Días después, el hijo mediano llegó a casa y encontró a su madre intentando cambiar una bombilla en el baño. Estaba de puntillas sobre una silla, con la bombilla nueva en una mano y una expresión de frustración en el rostro.
— ¡Qué bueno que llegaste, fontanero! —gritó la madre al verlo—. La lámpara del baño no funciona.
El hijo, ya preparado para otra confusión, respondió: — ¡Ayyy, mamá! Soy yo, tu hijo. Además, eso es trabajo de un electricista, no de un fontanero.
— ¡Ay, siempre tan bromista! Anda, arregla la lámpara —dijo la madre, sin siquiera pestañear.
Subió a una silla y cambió la bombilla mientras su madre observaba, murmurando sobre lo útil que era tener un «fontanero» siempre por casa. Al terminar, ella le sonrió y comentó:
— Eres el mejor fontanero que he conocido. Deberías casarte con una buena muchacha que aprecie tus habilidades.
El hijo, ya disfrutando del chiste, respondió: — ¡Jope, mamá! Buscaré una que no me confunda con el fontanero.
En ese momento la madre sacó la chancla de su albornoz y todos sabemos como acaba la historia…